Por Marcelo Rodríguez
Un aplastante movimiento telúrico amenazó con sacudir la pampa húmeda. Su detonante: el anuncio de que en Colón, una pequeña ciudad ubicada en el extremo noroeste de la provincia de Buenos Aires, se reuniría en los primeros días de marzo (2019) el autodenominado Encuentro Nacional e Internacional de Terraplanistas, esto es, de personas que no sólo piensan que la Tierra es literalmente plana sino que dicen sostenerlo con evidencias. Tal encuentro mereció la atención del municipio local que, entusiasmado por el potencial que semejante evento podría representar en términos de ocupación hotelera, les cedió un espacio público y lo anunció en sus redes logrando un airado repudio de la Asociación Argentina de Astronomía que, en un comunicado, lamentó «que desde instituciones públicas o gobiernos se alienten eventos que ponen en duda los resultados científicos, como si estos fueran materia de opinión».
El comunicado de los astrónomos enfatizaba la triste coincidencia entre este brote de ideas “erróneas y descartadas desde hace siglos” y el contexto de desfinanciación que sufre el aparato científico y tecnológico local. Las autoridades municipales de Colón, por su parte, se defendieron asegurando que sólo les cedían el Complejo Polideportivo público a los terraplanistas “como lo habían hecho con motociclistas, evangelistas y adventistas”, sin que eso implicase ningún otro tipo de compromiso más que el de no discriminar a nadie. «Si me pregunta, lo primero que tengo para decir es que la Tierra es redonda», le dijo el director de Turismo de Colón, Mario Quagliardi, a la agencia de noticias Télam.
Suspendida en el aire quedó la pregunta: ¿qué tipo de discusión pública merece el tema? La presunción de que los terraplanistas sólo buscan publicidad para su delirio sugeriría en principio dejar archivado el tema pese a la perplejidad que genera, pero para entonces resulta que ya la prensa seria, la tevé y hasta Netflix –con un documental etiquetado por esos días bajo el rótulo de los “Agregados recientemente”– ponen en claro que no iban a dejar pasar la oportunidad de poner a disposición del público tan jugoso germen de polémica. Ahora dicen que la Tierra es plana. ¿Qué opina usted?
Zoom in
Algunas de las características de los terraplanistas llaman la atención y otras no tanto. Como es de esperar, convergen en sus huestes expresiones de un esoterismo New Age tardío y una tendencia a interpretar las complejidades de la vida social, política y cultural en términos de teorías conspirativas, al estilo de la película Matrix. A través de siglos de adoctrinamiento en la mentira –entendemos, siguiendo esa lógica–, el establishment y las instituciones han logrado instalar en la mente de las personas la falaz idea de que habitamos un esferoide que gira alrededor del Sol, despojando así a la Humanidad de la más obvia y evidente de las intuiciones del sentido común, fácilmente corroborable mediante la experiencia: la que dice que el Sol, la Luna y todos los astros se mueven en torno del inmenso plano que pisan nuestros pies – «Y si no, ¿por qué la Tierra se llama “planeta”, entonces?», nos increpa desafiante una terraplanista desde su cuenta de Facebook. Otro detalle saliente de este movimiento –que lejos de ser una manifestación del subdesarrollo baja desde los países centrales, con miles de adeptos en Estados Unidos– de un aparentemente alto nivel sociocultural, al menos en sus caras más visibles. Entre los terraplanistas hay abogados, ingenieros y otros profesionales que de uno u otro modo están vinculados con saberes científicos y técnicos, y hasta se muestran exitosos en lo suyo. Allí donde el sentido común esperaría encontrarse con los signos de la rareza como exclusión o como estigma, lo que se ve es gente reunida en lugares caros y elegantes, que se saluda con un pícaro gesto ad hoc –la mano y el antebrazo horizontales a la altura del pecho– y que, a ojos vista, da toda la impresión de estar pasándola bastante mejor que uno. Dicho en buen criollo, más que de locos, diríase que se trata de avivados.
Ellos afirman que nadie ha podido comprobar por sus propios medios que la Tierra sea “una bola”: que sólo conozcamos cisnes blancos no significa que no haya cisnes negros, y si los demás astros son bolas, la Tierra no tiene por qué serlo también. Rechazan toda evidencia en contrario, especialmente si proviene de instituciones científicas, y sobre todo de la NASA. Sólo confían en lo que cada cual puede comprobar por sí mismo, y cuentan con su batería de experimentos sencillos que cualquiera puede realizar en casa para refutar al mismísimo Galileo (Hay que decir, sin embargo, que el concepto de esfericidad de nuestro planeta viene de mucho antes: el modelo geocéntrico de Tolomeo, en el siglo II, no sólo daba por sentado que la Tierra es esférica, sino que además sus dimensiones habían sido calculadas con sorprendente exactitud por Eratóstenes de Alejandría, en el siglo II antes de Cristo, aplicando conocimientos de geometría que hoy están a disposición de cualquier estudiante secundario). Hay demasiadas anomalías en esa loca idea de que la Tierra es una esfera, dicen; cualquiera entiende que la planitud es un concepto mucho más ajustado a la realidad, y la única razón para negar las evidencias que así lo afirman es el adoctrinamiento que la humanidad ha sufrido por siglos, y el ocultamiento de experimentos científicos que registraron las anomalías, uno de ellos muy famoso: el que Albert Michelson y Edward Morley realizaron en 1887. Albert Einstein –un charlatán, por supuesto– intentó explicar esa anomalía en 1905 diciendo que el tiempo y el espacio no son lo que nuestra percepción sensorial nos había llevado a pensar, y creó su célebre Teoría de la Relatividad. Pero sólo los terraplanistas pueden dar cuenta del verdadero significado del fallido experimento de Michelson-Morley: la luz viaja en todas direcciones a la misma velocidad porque la Tierra es plana y no se mueve.
Ante el peligro que esta ola de irracionalidad representa –se dice– el público requiere urgentemente alfabetización científica.
En California un grupo de societarios de la Tierra Plana diseñó otro experimento con unas láminas de cartón y un costoso dispositivo láser (sostenidos a pulso con ambas manos) para “refutar” la curvatura de la superficie terrestre. Llevan hasta el paroxismo la lógica del “ver para creer”, y si la cultura científica de la población consiste, como algunos teóricos sostienen, en la apropiación del método por parte del público, ellos bien que se lo “apropian”. Hasta se dan el lujo de citar a Karl Popper, el gran filósofo de la ciencia que hizo del escepticismo su bandera, llamó a rechazar el principio de autoridad y estableció que la única forma válida para obtener conocimiento es formular hipótesis y contrastarlas severamente con el método de las ciencias experimentales, al que supone neutral y donde la única “ética” es no dejarse influir por los valores de la sociedad. Usan generosamente la palabra “evidencia” y, a semejanza de las versiones más ramplonas del empirismo ingenuo, se despachan con el gran broche de oro: «La planitud de la Tierra no es una “teoría”: es un hecho».
Universos
Tal vez el riesgo de que los terraplanistas propaguen sus ideas sobre astronomía o geografía no sea tan grave como el peligro que representan su dogmatismo, su desprecio por la realidad y el orgullo que ostentan por encerrarse en su creencia rechazando toda posibilidad de diálogo sensato. La forma en que se bastan a sí mismos en su mundo privado, y la idea de una “verdad” que, para ser tal, sólo requiere que haya gente dispuesta a creérsela. Es esa actitud lo temible, sobre todo cuando se piensa en la posibilidad de que –independientemente de cuáles sean sus ideas– alcancen posiciones de poder en la sociedad. Cosa que, de hecho, sospechamos ha ocurrido en la historia y ocurre en el presente.
Ante el peligro que esta ola de irracionalidad representa –se dice– el público requiere urgentemente alfabetización científica. Pero la conveniencia de este concepto, que surgió a mediados del siglo pasado en Europa y los EE.UU., plantea como mínimo un par de dudas.
En primer lugar, porque la llamada “alfabetización científica” no es verdaderamente una alfabetización. Alfabetizar a una población, enseñarle a leer y escribir, es brindarle los elementos que le permitirán formar parte plena de una comunidad lingüística. Se sigue discutiendo, en cambio, qué significa o qué debería significar “alfabetización científica”. Se insiste en que deben impulsarla tanto las instituciones educativas como los medios de comunicación, y se asume que debe incluir información basada en evidencia y nociones sobre el método científico, pero en todos los casos se trata de saberes “de segunda mano”, y no se pretende de ningún modo que eso alcance para habilitar al gran público a formar parte de una comunidad científica.
Por otra parte, si la alfabetización científica se conforma con transmitir algunos rudimentos del método científico, no puede decirse que los terraplanistas sean precisamente malos alumnos. De hecho, es esa concepción infantil del método la que los lleva a estar convencidos de que con eso les alcanza para discutir mano a mano con “la Ciencia”, y hasta gozan del privilegio de que la prensa los rotule como “críticos de la ciencia”.
¿No hay nada por hacer, entonces? Seguramente sí, aunque es difícil decir qué, pero si se trata de generar empatía con el imaginario de la ciencia y sus formas de pensar jugando a ser científicos, es importante recordar que la comunicación es por naturaleza un proceso abierto y sujeto a indeterminación, y por lo tanto la línea divisoria entre apelar a ideas infantiles para transmitir la ciencia y usar a la ciencia para transmitir ideas infantiles acerca del mundo puede ser muy delgada y difícil de manejar.
Cuando el discurso público sobre ciencia se centra en una versión publicitaria de las bondades del método suelen dejarse de lado muchos aspectos por considerarlos demasiado “complicados”, “aburridos”, o bien “subjetivos” y, por lo tanto, fuera de la ciencia. El método científico permite determinar si una hipótesis es verdadera o falsa, pero no su relevancia en la vida de las personas, ni su significación política e ideológica, ni su potencial para generar nuevas ideas, o si es lisa y llanamente una estupidez. El capital cultural de la ciencia también forma parte de ella, y es patrimonio de todos. Ahí –y no en la NASA– están las respuestas a los terraplanistas de siempre.