Bella fatalidad

Por Eduardo Wolovelsky
 

Teherán

 

Ocurrió en la antigua Persia, durante el crepúsculo de un día de verano. Andaba el Señor de la comarca deambulando complaciente por sus dominios cuando lo asaltó uno de sus criados, agotado y jadeante por el espanto y el esfuerzo de la huida.
 

̶ Amo, présteme un caballo para escapar hacia Teherán en busca de refugio. Me ha visitado la muerte y puede que en la gran ciudad su intención de quitarme la vida sea burlada. Si llego antes de que inicie el nuevo día tal vez el calendario se extienda ante mí dándome una vida larga y próspera.
 

̶ Ve y toma el jamelgo que mejor te cuadre. Monta y galopa tan rápido como puedas. Tal era el afecto que el Señor del lugar le tenía a su joven sirviente.

Taciturno y de regreso a su residencia lo sorprendió la muerte, sentada en el umbral de la puerta, como si estuviese tomando un descanso. Disgustado por lo ocurrido, la increpó con arrogancia por haber asustado a su criado.
 

̶ Estimado Señor, debes saber que no era mi intención atemorizarlo como tampoco lo era incomodarte con su queja. Su muerte debía ser rápida, pero me quedé sorprendida al encontrarlo aquí. Se suponía que debía estar en Teherán antes de la medianoche. Te pido disculpas y me despido porque debo partir hacia la capital (1).

 

 

Destino

 

Puede que nuestras vidas estén lacradas con la marca de un destino que nos engaña porque, cual demonio de Maxwell, mueve las piezas en el juego de la vida para crear un pensamiento que imagina la posibilidad de la libertad, la misma en la que nuestro desdichado personaje cree cuando supone cierta la elección de quedarse o irse, de entregarse o escapar de la muerte, sin saber que su sentencia ya había sido dictada, hiciera lo que hiciese. No sabemos cuán autónomos somos pero, en el mundo moderno donde la ciencia deslumbra, no podemos renunciar a la certeza de la libre elección, por limitada que esta sea, en la forma que lo expresara el genetista Steve Jones al criticar la idea de destino genético sin negar por ello el determinismo al que estamos sometidos:

 

Algunos tienen la esperanza de colocar la genética en la brecha, de leer el libro de la vida al nacer; no después de morir. Hacerlo es poner en peligro el proceso de justicia y negar a todos, buenos y malos, la libre voluntad. (…) Para que la ley sobreviva debe ignorar la defensa del pecado original, la flaqueza hereditaria (…) (2).

 

El nuestro es un tiempo de seducción tecnológica, de una fatalidad supuesta que nos promete la mejor de las sociedades posibles y el más digno porvenir por lo cual, no parece deseable la  libertad como forma de la existencia aunque esa falta de aspiración revele la imposibilidad de erradicarla de los sueños humanos. Afiches, eslóganes y otras variadas formas de publicidad colonizan el pensamiento con la promesa de la eternidad edénica, de los tiempos futuros donde podría existir un real mundo feliz (3) regido por el ingenio técnico. Si nuestro personaje en lugar de encontrarse con la muerte en Teherán hallase la suave y placentera calma de la vida paradisíaca, ¿lamentaríamos su falta de libertad? ¿No desearíamos ser gobernados por tan bello destino? Pero el edén tecnológico, por mucho que las consignas propagandistas nos hagan creer en él, es imposible, tal como lo destaca el sociólogo Neil Postman en su escrito “Las 5 advertencias del cambio tecnológico”:

 

La primera advertencia es que todo cambio tecnológico implica un compromiso. Me gusta denominarlo un trato faustiano. La tecnología da y la tecnología quita. Esto significa que para cualquier ventaja que la tecnología ofrece, siempre existe su correspondiente desventaja. Las desventajas pueden llegar a superar en importancia a las ventajas, o las ventajas pueden perfectamente valer la pena sobre su contrario. Aunque parece una idea bastante obvia, es sorprendente cuanta gente cree que las nuevas tecnologías son como una bendición del cielo. Pensad solo en el entusiasmo con que la mayor parte de la gente abraza su conocimiento sobre ordenadores. Preguntad a cualquiera que sepa algo sobre ordenadores para que hablen sobre ellos, y veréis cómo de forma descarada e implacable, nos van a alabar las maravillas de los ordenadores. También vais a ver como en la mayor parte de los casos van a obviar una sola mención de las desventajas de los ordenadores. Esto es un peligroso desequilibrio, ya que cuanto mayores son los prodigios de una tecnología dada, también son mayores sus consecuencias negativas.
 

Pensad en el automóvil, que después de sus muchas ventajas, ha contaminado el aire, atascado nuestras ciudades y degradado la belleza de nuestros parajes naturales. O podríamos pensar en la paradoja de la tecnología médica que nos proporciona prodigiosas curas pero que, al mismo tiempo, es causa demostrada de ciertas enfermedades e incapacidades, y que ha jugado un rol protagonista en la reducción de la capacidad de diagnóstico de los propios médicos. También podemos recordar que después de todos los beneficios sociales e intelectuales que nos ha brindado la imprenta, sus costes fueron igualmente monumentales. La imprenta dotó a Occidente de prosa, pero hizo de la poesía una forma elitista y exótica de comunicación. Nos dio la ciencia inductiva, pero redujo la sensibilidad religiosa a una especie de superstición fantástica. La imprenta nos dio el concepto moderno de nación, pero al hacerlo convirtió al patriotismo en una forma sórdida, sino letal, de emoción. Podríamos decir que la impresión de la Biblia en lenguas vernáculas introdujo la sensación de que Dios era un inglés o un alemán o un francés, es decir, redujo a Dios a las dimensiones de un poderoso señor del lugar.
 

Quizás la mejor manera de expresarlo sería diciendo que la pregunta, “¿qué va a hacer esta nueva tecnología?” no es más importante que la pregunta, “¿qué va a deshacer esta nueva tecnología?”. De hecho, esta última cuestión es más importante, precisamente porque apenas es formulada. Diríamos que una visión más sofisticada del cambio tecnológico debe incluir el escepticismo ante las visiones mesiánicas y utópicas que nos presentan los que no tienen un sentido histórico de los débiles equilibrios sobre los que descansa la cultura. De hecho, si por mí fuera, prohibiría a cualquiera hablar sobre las tecnologías de la información a no ser que la persona pudiera demostrar que conoce algo sobre los efectos sociales y físicos que causaron la invención del alfabeto, del reloj mecánico, de la imprenta y del telégrafo. En otras palabras, que sepa algo sobre los costes de las grandes tecnologías.

 

Primera advertencia, es pues, que la cultura paga un precio por la tecnología que incorpora. (Subrayado mío) (4).

 

Se insiste en que el futuro perpetuo imaginado y prometido como bella fatalidad, no debería ser cuestionado, porque no está en nuestras manos cambiarlo y porque no deberíamos desearlo, al fin y al cabo nos están prometiendo el mejor de los mundos posibles. Pero las utopías tecnológicas solo pueden derivar en dolorosas distopías como la  que narrara  Aldous Huxley o la relatada por George Orwell en 1984 donde O`Brien, miembro del partido, afirma:

 

Nuestros neurólogos trabajan en ello. (…) No habrá risa, excepto la risa triunfal cuando se derrota a un enemigo.

No habrá arte, ni literatura, ni ciencia. No habrá ya distinción entre la belleza y la fealdad. Todos los placeres serán destruidos. Pero siempre, no lo olvides, Winston, siempre habrá el afán de poder, la sed de dominio, que aumentará constantemente y se hará cada vez más sutil. Siempre existirá la emoción de la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo indefenso. Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, imagínate una bota aplastando un rostro humano… para siempre (5).

 

Tal vez, y solo tal vez, podamos, por seductores que sean nuestros logros y por poderosas que sean las estrategias publicitarias y el espectáculo montado, apreciar con austeridad los valiosos beneficios que nos puede proveer la técnica sin estar, al mismo tiempo, obligados a inclinarnos ante la riesgosa ilusión de la salvación instrumental. Puede que, entonces, seamos capaces de transformar el desarrollo tecnológico en una condición que nos provea algo más de justicia, un poco más de gozo, y de ser posible, dolores menos intensos a pesar de los nuevos y difíciles problemas que habremos de enfrentar.

 

(1) Inspirado en el relato narrado por Viktor Frankl en su obra El hombre en busca de sentido.

(2) Jones, Steve. En la sangre. Dios, los genes y el destino, Madrid, Alianza, p. 247.

(3) En referencia a la novela distópica Un mundo feliz de Aldous Huxley.

(4) Postman, N. "Las 5 advertencias del cambio tecnológico  https://web.archive.org/web/20150904023009/http://www.globalizacion.org/desarrollo/PostmanCambioTecnologico.htm [consultado: 2 de abril de 2021]

(5) Orwell, George, (1948), 1984, Barcelona, Salvat, 1980, p. 129.